Asfixia / Jesús Silva-Herzog Márquez
César Alfonso Rodríguez Gómez, funcionario de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, fue ascendido tres veces en unos cuantos años. Su excelente desempeño le permitió escalar un peldaño tras otro. Entró como secretario en el año 2000 y llegó a ser subdirector de Política y Estadística Criminal. Un ascenso fenomenal. Su carrera, sin embargo, fue interrumpida de pronto, de manera tajante. El martes pasado fue detenido cuando participaba en el secuestro de un empresario. Seguramente su conocimiento de las políticas criminales de la Procuraduría lo estimuló a complementar sus ingresos con alguna actividad adicional. O, tal vez, fue su dominio de los datos que reflejan el rentable mundo del delito, lo que lo llevó a la razonable conclusión de que el secuestro es una actividad lucrativa y segura -para el secuestrador, por supuesto. La historia revelada la semana pasada parece ser repetición de muchas otras. ¿Cuántas veces hemos leído una noticia como ésta? ¿En cuantas ocasiones se ha descubierto que una terrible banda criminal está formada o apoyada por una red de burócratas al servicio de alguna Procuraduría? Un episodio más de nuestra historia de policías y ladrones. Resulta hasta incómodo repetir la masticada frase: "quienes deben combatir el crimen aparecen como los principales responsables de cometerlo".
La noticia del funcionario delincuente se esconde de inmediato en las páginas interiores de los diarios y se olvida de inmediato. Nada nuevo, se dirá. Nada importante. Una anécdota más. Otro escandalillo desechable. Ya vendrá por la tarde el relevo. La quiebra del Estado disfrazada como historieta trivial en una cadena de cuentos triviales. No hay nada de qué preocuparse. Por ello, el jefe del señor subdirector de Política y Estadística Criminal, el maestro Bernardo Bátiz puede minimizar el hecho como un asunto sin importancia. El procurador del Distrito Federal puede hablar sin ninguna consideración por las víctimas, sin ningún respeto por la lógica, sin respeto aun por la inteligencia de quienes pudieran detenerse a escucharlo. Don Bernardo responde a una entrevista de Ciro Gómez Leyva y, con toda tranquilidad, declara que el delincuente con licencia de la Procuraduría secuestraba en horas que no eran de oficina. El subdirector terminaba sus labores y, tras despedirse de sus compañeros de trabajo, daba un leve giro profesional y organizaba una novata banda de secuestradores. ¿Por qué hacer tanto escándalo? Ése es su razonamiento. Para no abusar de la interpretación, cito: Rodríguez Gómez "cometió un delito que no era en sus horas de trabajo" (sic) (La crónica, 22 de octubre). En sus horas de trabajo, el esmerado subdirector cumplía ejemplarmente con sus responsabilidades. Si secuestraba en sus horas de descanso, es un asunto suyo, una forma de administrar con eficiencia su tiempo libre. El delito como una de las expresiones del derecho a la intimidad. La Procuraduría del Distrito Federal, por supuesto, no tiene ninguna responsabilidad en la contratación y en la promoción de un delincuente. Ya se sabe que el gobierno del Distrito Federal es teológicamente incapaz de error. Todo es siempre culpa de otros. Además, agregó después el procurador Bátiz, hay que considerar que era la primera vez que delinquía el señor subdirector. No es para tanto, dirá el abogado de la ciudad a los miembros de la prensa. Era apenas su primer secuestro. Era un simple aprendiz. Detengámonos en el razonamiento -o lo que sea- del licenciado Bátiz. Rodríguez no era un delincuente al llegar a la Procuraduría hace cuatro años. Fue precisamente su experiencia laboral en la institución lo que le permitió esta leve transformación profesional. Con orgullo, don Bernardo Bátiz defiende que la Procuraduría que él dirige no contrata delincuentes; contrata profesionales honorables y los convierte en delincuentes.
Todo indica que las declaraciones del procurador fueron pronunciadas en horas de trabajo. ¿Será responsable por ellas? No parece. En todo caso, el maestro Bátiz está acostumbrado a proferir cualquier aberración y no pagar costo alguno. Puede difundir públicamente materiales que forman parte de una investigación en curso y no pasa nada. Puede convertirse en defensor de un procesado y no pasa nada. En la guerra política que padecemos es evidente que tiene el respaldo de su jefe y eso basta. Refugiados los campos enemigos en sus trincheras, son incapaces de reconocer públicamente los errores de sus aliados. Bajo esta lógica admitir que Bátiz ha cometido demasiados errores es entregarle un premio a los conspiradores. En este clima, la lealtad otorga certificado de impunidad.
Lo prueban las declaraciones de Bátiz: vivimos en el reino del cinismo. La cabeza de una institución celebrando orgullosamente su ruina. Un funcionario público tomando la palabra para reiterar su desprecio por la razón. Esta estampa extraída de nuestros diarios y noticieros es una de las muchas que empapan nuestra vida pública. Una combinación de irresponsabilidad, cinismo, tontería. ¿Cómo debe hablarse de ello? ¿Cómo puede construirse la crítica de esta nefasta mezcolanza? Quiero decir que escribir sobre el rumbo de la política mexicana se ha vuelto, crecientemente, una tarea fastidiosa. Es narrar las conocidas vueltas de nuestro carrusel de escándalos, sandeces e incompetencias. ¡Tantos madrazos, bátiz, lópezobradores, sahagunes! Cada novedad resulta una reiteración. Todos los actores como parodias de sí mismos. Nuestros diarios se han convertido así en reediciones de periódicos que hemos leído mil veces. Encerrados en un cubo estrecho, respiramos aire viejo. Aire cargado y sucio. La película que vemos es un cuadro detenido en su desgracia. El presidente de la República flotando en su nube de optimismo, sin que los fastidios de la realidad lo despeinen. Su esposa derramando nuevamente los empalagos de su ambición. El pontífice de la Ciudad de México evadiendo persistentemente cualquier interrogante, al tiempo que se maravilla por la pureza de su virtud. El fatuo de Bucareli atrapado en su barroco teatro de ineptitud. La incompetencia no tiene signo partidista. Todos los colores revueltos en el pozo.
La política mexicana se ha convertido en una cazuela asfixiante. No hay aire fresco por ningún lado. Nuestra atmósfera se carga de la irresponsabilidad, desfachatez y soberbia de nuestra clase política. Todo indica que así será por los próximos años. De escándalo en escándalo. Nos iremos acostumbrando a este círculo de revelaciones y golpes en el que todo es permisible, en donde nadie es responsable de nada, en el que nada en realidad importa.
La noticia del funcionario delincuente se esconde de inmediato en las páginas interiores de los diarios y se olvida de inmediato. Nada nuevo, se dirá. Nada importante. Una anécdota más. Otro escandalillo desechable. Ya vendrá por la tarde el relevo. La quiebra del Estado disfrazada como historieta trivial en una cadena de cuentos triviales. No hay nada de qué preocuparse. Por ello, el jefe del señor subdirector de Política y Estadística Criminal, el maestro Bernardo Bátiz puede minimizar el hecho como un asunto sin importancia. El procurador del Distrito Federal puede hablar sin ninguna consideración por las víctimas, sin ningún respeto por la lógica, sin respeto aun por la inteligencia de quienes pudieran detenerse a escucharlo. Don Bernardo responde a una entrevista de Ciro Gómez Leyva y, con toda tranquilidad, declara que el delincuente con licencia de la Procuraduría secuestraba en horas que no eran de oficina. El subdirector terminaba sus labores y, tras despedirse de sus compañeros de trabajo, daba un leve giro profesional y organizaba una novata banda de secuestradores. ¿Por qué hacer tanto escándalo? Ése es su razonamiento. Para no abusar de la interpretación, cito: Rodríguez Gómez "cometió un delito que no era en sus horas de trabajo" (sic) (La crónica, 22 de octubre). En sus horas de trabajo, el esmerado subdirector cumplía ejemplarmente con sus responsabilidades. Si secuestraba en sus horas de descanso, es un asunto suyo, una forma de administrar con eficiencia su tiempo libre. El delito como una de las expresiones del derecho a la intimidad. La Procuraduría del Distrito Federal, por supuesto, no tiene ninguna responsabilidad en la contratación y en la promoción de un delincuente. Ya se sabe que el gobierno del Distrito Federal es teológicamente incapaz de error. Todo es siempre culpa de otros. Además, agregó después el procurador Bátiz, hay que considerar que era la primera vez que delinquía el señor subdirector. No es para tanto, dirá el abogado de la ciudad a los miembros de la prensa. Era apenas su primer secuestro. Era un simple aprendiz. Detengámonos en el razonamiento -o lo que sea- del licenciado Bátiz. Rodríguez no era un delincuente al llegar a la Procuraduría hace cuatro años. Fue precisamente su experiencia laboral en la institución lo que le permitió esta leve transformación profesional. Con orgullo, don Bernardo Bátiz defiende que la Procuraduría que él dirige no contrata delincuentes; contrata profesionales honorables y los convierte en delincuentes.
Todo indica que las declaraciones del procurador fueron pronunciadas en horas de trabajo. ¿Será responsable por ellas? No parece. En todo caso, el maestro Bátiz está acostumbrado a proferir cualquier aberración y no pagar costo alguno. Puede difundir públicamente materiales que forman parte de una investigación en curso y no pasa nada. Puede convertirse en defensor de un procesado y no pasa nada. En la guerra política que padecemos es evidente que tiene el respaldo de su jefe y eso basta. Refugiados los campos enemigos en sus trincheras, son incapaces de reconocer públicamente los errores de sus aliados. Bajo esta lógica admitir que Bátiz ha cometido demasiados errores es entregarle un premio a los conspiradores. En este clima, la lealtad otorga certificado de impunidad.
Lo prueban las declaraciones de Bátiz: vivimos en el reino del cinismo. La cabeza de una institución celebrando orgullosamente su ruina. Un funcionario público tomando la palabra para reiterar su desprecio por la razón. Esta estampa extraída de nuestros diarios y noticieros es una de las muchas que empapan nuestra vida pública. Una combinación de irresponsabilidad, cinismo, tontería. ¿Cómo debe hablarse de ello? ¿Cómo puede construirse la crítica de esta nefasta mezcolanza? Quiero decir que escribir sobre el rumbo de la política mexicana se ha vuelto, crecientemente, una tarea fastidiosa. Es narrar las conocidas vueltas de nuestro carrusel de escándalos, sandeces e incompetencias. ¡Tantos madrazos, bátiz, lópezobradores, sahagunes! Cada novedad resulta una reiteración. Todos los actores como parodias de sí mismos. Nuestros diarios se han convertido así en reediciones de periódicos que hemos leído mil veces. Encerrados en un cubo estrecho, respiramos aire viejo. Aire cargado y sucio. La película que vemos es un cuadro detenido en su desgracia. El presidente de la República flotando en su nube de optimismo, sin que los fastidios de la realidad lo despeinen. Su esposa derramando nuevamente los empalagos de su ambición. El pontífice de la Ciudad de México evadiendo persistentemente cualquier interrogante, al tiempo que se maravilla por la pureza de su virtud. El fatuo de Bucareli atrapado en su barroco teatro de ineptitud. La incompetencia no tiene signo partidista. Todos los colores revueltos en el pozo.
La política mexicana se ha convertido en una cazuela asfixiante. No hay aire fresco por ningún lado. Nuestra atmósfera se carga de la irresponsabilidad, desfachatez y soberbia de nuestra clase política. Todo indica que así será por los próximos años. De escándalo en escándalo. Nos iremos acostumbrando a este círculo de revelaciones y golpes en el que todo es permisible, en donde nadie es responsable de nada, en el que nada en realidad importa.
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